[Cuento] La Hora Menguada - Romulo Gallegos

LA HORA MENGUADA
ROMULO GALLEGOS 


-¡Qué horror! ¡Qué horror!
Clamaba Enriqueta, con las manos sobre las sienes consumidas por el sufrimiento,
paseándose de un extremo a otro de la sala, impregnada todavía del dulce y pastoso aroma de
nardos y azucenas del mortuorio reciente.
-Ya me lo decía el corazón. No era natural que tú te desesperaras tanto por la muerte de
Adolfo. Si parecía que eras tú la viuda y no yo. ¡Y yo tan ciega, tan cándida! ¿Cómo es posible
que no me hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando? ¡Traicionada por mi propia hermana,
en mi propia casa!...
Amelia la oía sin protestar. Tenía el aire estúpido de un alelamiento doloroso; sus ojos, que
un leve estrabismo bañaba de languidez y dulzura, encarnizados por el llanto y por el insomnio,
seguían el ir y venir de la hermana con esa distraída persistencia del idiotismo. Parecía abrumada
por el horror de su culpa; pero no reflexionaba sobre ella; ni siquiera pensaba en el infortunio
que había caído para siempre sobre su vida.
Atormentada por los celos, trémula de indignación y de despecho, Enriqueta escarbaba con
implacable saña en aquella herida que era dolor de ambas, arrancándole las más crueles
confesiones a la hermana, quien las iba haciendo dócilmente con la sencillez de un niño,
llegando a un inquietante —206 extremo de exageración cuando Amelia le confesó que era
madre.
¡Ella, que tanto lo deseara, no había podido serlo durante su matrimonio! ¿No era el colmo
de la crueldad del destino para con ella, que tuviese que amargar más aún, con el despecho de su
esterilidad su dolor y su ira de esposa ofendida, de hermana traicionada? ¡Esto sólo le faltaba:
tener de qué avergonzarse!
Al cabo la violencia misma de sus sentimientos la rindió. Lloró largo rato,
desesperadamente; luego más dueña de sí misma y aquietada por el saludable estrago de su
tormenta interior, le dijo a la hermana con una súbita resolución:
-Bien. Hay que tratar ahora de ver si se salva algo: siquiera el concepto de los demás. Nos
iremos de aquí, donde todo el mundo nos conoce y nos sacarían a la cara esta vergüenza. Nos
instalaremos en el campo hasta que tu hijo haya nacido. Y será mío. Yo mentiré y me prestaré a
la comedia para salvarte a ti de la deshonra... y...
Pero no se atrevió a expresar su verdadero sentimiento, agregando: y para librarme yo de las
burlas de la gente. Porque en aquel rapto de heroica abnegación no podía faltar, para que fuese
humana, el flaco impulso de una pequeña pasión.
Amelia la oyó con sorpresa y se le llenaron de lágrimas los ojos que parecían haber olvidado
el llanto: su instinto maternal midió un instante la enormidad del sacrificio que se le exigía.
Respondió resignada:
-Bueno, Enriqueta. Como tú digas. Será tuyo.

II
 
Confundiéndolas en un mismo amor creció Gustavo Adolfo al lado de aquellas dos mujeres
que se veían y se deseaban para colmarlo de ternuras.
—207
Era un pugilato de dos almas atormentadas por el secreto, para adueñarse plenamente de la
del niño que era de ambas y a ninguna pertenecía.
-¡Mi hijo! ¡Mi hijito!...
Decía Enriqueta, comiéndoselo a besos, con el corazón torturado por el anhelo maternal que
se desesperaba ante la evidencia de su mentira.
-¡Muchacho! ¡Muchachito!
Exclamaba Amelia, sufriendo la pena de Tántalo por no poder satisfacer su orgullo materno
ostentando la verdad de su amor.
Y a medida que el niño crecía aumentaba el conflicto sentimental que cada una llevaba
dentro del alma. Celábanse y espiábanse mutuamente: Enriqueta siempre temerosa de que
Amelia descubriese algún día la verdad al niño; Amelia de continuo en acecho de las extremosas
ternuras de la hermana para superarlas con las suyas.
Por momentos esta perenne tensión de sus ánimos se resolvía en crisis de odio recíproco.
Acontecíales muy a menudo pasar días enteros sin dirigirse palabra, cada cual encerrada en su
habitación, para no tener que sufrir la presencia de la otra, y cuando se sentaban en la mesa o, por
las noches, se reunían en la sala en torno al niño que charlaba copiosamente hasta caer rendido
de sueño sobre el sofá, una y otra lanzábanse feroces reojos a hurtadillas de la criatura que hacía
las veces de intérprete entre ambas. A veces un simultáneo impulso de ternura reunía sobre la
infantil cabecita las manos de ellas que se encontraban y tropezaban en una misma caricia;
bruscamente las retiraban a tiempo que sus bocas contraídas por duros gestos de encono, dejaban
escapar gruñidos que unas veces provocaban la hilaridad y otras la extrañeza del niño.
Pero la misma fuerza de la abnegación con que sobrellevaban la enojosa situación no
tardaba en derramar su benéfico influjo sobre aquellos espíritus exasperados por el —208
amor y roídos por el secreto. Bastaba que un donaire del niño sacase a las bocas endurecidas por
la pasión rencorosa, la ternura de una sonrisa; mirábanse entonces largamente, hasta que se les
humedecían los ojos, y reconociéndose mutuamente buenas y sintiéndose confortadas por el
sacrificio, olvidaban sus mutuos recelos, para decirse:
-¡Lo qué debes sufrir tú!
-Tú eres quien más sufre... y por mi culpa.
Eran momentos de honda vida interior que a veces no llegaba a sus conciencias bajo la
forma de un pensamiento; pero que estaba allí, como el agua de los fondos, dándoles la
momentánea intuición de algo inefable que atravesara sus existencias revelando cuanto de divino
duerme en la entraña de la grosera substancia humana; instantes de una intensa felicidad sin
nombre que les levantaba las almas en una suspensión de arrobamientos. Eran sus horas de
santidad.
Y eran entonces los ojos del niño los que parecía que acertasen a ver mejor estos relámpagos
del ángel en las miradas de ellas, porque siempre que aquello aconteció, Gustavo Adolfo se
quedó súbitamente serio, viéndolas a las caras transfiguradas, con un aire inexpresable.

III

Así transcurrió el tiempo y Gustavo Adolfo llegó a hombre.
Mansa y calmosa, su vida discurría al arrimo de las extremadas ternuras de aquellas dos
mujeres que eran para él una sola madre y en cuyas almas el fuego del sacrificio parecía haber
consumido totalmente las escorias del recelo egoísta y del amor codicioso. Pero un día -él nunca
pudo decir cuando ni por qué-, una brusca eclosión de subconciencia le llenó el espíritu de un
sentimiento inusitado —209 y extraño: era como una expectativa de algo que hubiese
pasado ya por su vida y que, de un momento a otro hubiera de volver.
De allí en adelante aconteciole sentir esto muy a menudo, sobre todo cuando viniendo de la
calle, ponía el pie en su casa. En veces fue tan lúcida esta visión inmaterial que llegó a adquirir la
convicción de que toda su vida estaba sostenida sobre un misterio familiar, que él no podía
precisar cuál fuese, a pesar de que, en aquellos momentos, estaba seguro de haber tenido en él
inequívocas revelaciones, allá en su niñez. Sobrecogido de este sentimiento, que no se ocupaba
de analizar, cada vez que entraba en su casa deteníase en el zaguán, con el oído contra la puerta,
espiando el silencio interior, convencido de que algún día terminaría por oír la palabra que
descorriese el velo de su inquietante misterio.
Y la escuchó por fin.
A tiempo que él entraba en el zaguán oyó la voz airada de Enriqueta diciéndole a Amelia:
-Y si no hubiera sido por mí, ¿qué sería de ti? Ni tu hijo te querría, porque Gustavo Adolfo
no te hubiera perdonado el que lo hayas hecho hijo de una culpa. Me traicionaste, me quitaste el
amor de mi marido...
-Pero te di mi hijo... ¿qué más quieres? Te he dado lo que tú no supiste tener. Me debes la
mayor alegría de una mujer: oír que la llamen madre. Y te la he dado a costa mía...
-¡Traidora!... Mala mujer...
-¡Estéril!...

IV
 
Han pasado años y años... Están viejas y solas... Gustavo Adolfo las ha abandonado... Se
revolvió del zaguán donde oyó la vergonzosa revelación de su misterio —210 y no volvió
más a la casa... Lo esperaron en vano, aderezado el puesto en la mesa, abierto el portón durante
las noches... ¡Ni una noticia de él! Tal vez había muerto...
Todavía lo aguardaban. El ruido de un coche que se detuviera cerca de la casa les hacía
saltar los corazones... esperaban conteniendo el aliento, aguzados los oídos hacia el silencio del
zaguán... y pasaban largos ratos bajo las puertas de sus dormitorios que daban al patio en una
espera anhelosa... luego se metían de nuevo a sus habitaciones a llorar...
¡La vida rota! Destrozada en un momento de violencia por un motivo baladí: años de
sacrificio, dos existencias de heroica abnegación frustradas de pronto porque a una se le cayó una
copa de las manos y la otra profirió una palabra dura. Así comenzó aquella disputa vulgar y
estúpida en la cual se fueron enardeciendo hasta concluir sacándose a las caras las mutuas
vergüenzas; y así terminó para ellas, de una vez por todas, la felicidad que disfrutaban en torno al
hijo común, y la santa complacencia de sí mismas, que experimentaban cuando medían el
sacrificio que cada una había hecho y se encontraban buenas.
Ahora las atormentaba la soledad... el silencio de días enteros, martirizándose con el inútil
pensamiento:
-¿Por qué se me ocurrió decir aquello?
-¡Dios mío! ¿Por qué no me quitaste el habla?
-¡Y todo por una copa rota! ¡Quién pudiera recoger las palabras que no debió pronunciar!
-¡La hora menguada!...
Caracas, abril de 1919.

[Cuento] Macario - Juan Rulfo

 MACARIO - JUAN RULFO

Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas... Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso... Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero... La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa... Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos... Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua... Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche... A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida... Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto... Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor... Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura...: "El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro." Eso dice el señor cura... Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa... Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija... Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las animas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude... De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo... Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están... Mejor seguiré platicando... De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco...

Romulo Gallegos - Biografía

Rómulo Gallegos Freire fue un novelista y político venezolano nacido en Caracas 2 de agosto de 1884 el y fallecido el 5 de abril de 1969 en su ciudad natal. Se le ha considerado como el novelista venezolano más relevante del siglo XX y uno de los más grandes literarios latinoamericanos de todos los tiempos, algunas de sus novelas como Doña Bárbara han pasado a convertirse en clásicos de la literatura hispanoamericana.

Ejercio el cargo de Presidente de Venezuela en 1948 por  nueve meses, y se convirtió en el primer mandatario presidencial elegido de manera directa, secreta y universal por el pueblo venezolano, y ha sido el Presidente de la República que ha obtenido el mayor porcentaje de votos a su favor en elecciones populares celebradas en el país en todos los tiempos, con más 80% de la totalidad de los votos.


Familia y Juventud 

Hijo de Rómulo Gallegos Osío y de Rita Freire Guruceaga, en 1888 cursó la escuela en primaria. En 1894 ingresó en el Seminario Metropolitano, pero sale obligado por la muerte de su madre, el 13 de marzo de 1896 y por la necesidad de ayudar a su padre a sostener la familia. Luego en 1898 ingresa en el colegio Sucre, donde tiene como maestros a Jesús María Sifontes y a José Manuel Núñez Ponte y recibe el título de bachiller en 1902. En ese mismo año se inscribe en la Universidad de Caracas para seguir la carrera de leyes, que abandona en 1905. En 1906, fue designado jefe de la estación del Ferrocarril Central, en Caracas. Ya Gallegos había comenzado su larga trayectoria como escritor.

Vida literaria 

En sus comienzos como narrador, Rómulo Gallegos publicó Los Aventureros (Caracas, 1913), una colección de cuentos. Otros relatos son recopilados en La Rebelión y otros cuentos (Caracas, 1946) y La Doncella y el Último Patriota (México, 1957).2 Su período como cuentista abarca desde 1913 hasta 1919, aunque otros cuentos se publicarán en 1922. En sus obras siempre mantendrá el realismo, las cuales se dividen en tres temáticas fundamentales: Los de crítica de costumbres, los de ambiente criollo donde plantea la antinomia civilización y barbarie, y los que describen pasiones, desequilibrios y anormalidades.

Sus novelas reflejan su interés por la vida del campesinado venezolano. Su primera novela, El último Solar (1920), la reeditaría en 1930 con el título de Reinaldo Solar que relata la historia de la decadencia de una familia aristocrática a través de su último representante, en el que se adivina a su amigo Enrique Soublette, con quien fundará en 1909 la revista Alborada. En 1922 escribe El forastero pero lo publica empezando el año de 1942 por temor a la reacción del dictador Gómez. En 1922 logra publicar La rebelión y en 1925 publica La Trepadora, retratando en ambas el problema del mestizaje, planteando como solución los matrimonios mixtos. En 1926 viaja a Europa y en Lourdes redescubre su fe perdida.

En 1927 viaja para presenciar los llanos venezolanos y así documentarse para su próxima novela. El resultado sería Doña Bárbara publicada en 1929. Doña Bárbara representa aquella Venezuela cruel, insensible por la corrupción, traición, despotismo, falta de libertad, latifundismo e injusticia y brujería; pero en el melodrama se muestra que en la realidad existía también una raza buena que ama, sufre y espera para luchar contra la dictadura desenfrenada de aquel entonces, gente representada por Santos Luzardo.3 Esta novela lo llevaría al reconocimiento público, fue la más exitosa de sus obras. El dictador Juan Vicente Gómez al ver su prestigio lo nombró en 1931 senador por el estado de Apure, pero sus convicciones democráticas lo hicieron renunciar al cargo y expatriarse, exiliándose en 1931 a Nueva York.

En 1932 va a España y permanece allí hasta que en 1935 muere el dictador y Rómulo Gallegos decide volver a Venezuela. En el año de 1934 publica Cantaclaro, y en 1935 Canaima. Así como para Gallegos el mestizaje era la solución de los conflictos entre mantuanos e indígenas, el mestizaje también sería la solución de los conflictos de civilización y barbarie.

En el año 1937 publica Pobre negro, en 1942 El forastero, y al año siguiente Sobre la misma tierra. En 1951 publica La brizna de paja en el viento. En 1952 comienza a redactar su última novela Tierra bajo los pies, que permanecería inédita hasta su tardía publicación en 1973.

Reconocimientos

La Universidad de Columbia le confiere el Doctorado Honoris Causa en 1948, al cual renuncia en 1955 cuando le otorgan la misma distinción al dictador guatemalteco Carlos Castillo Armas, con esto sigue mostrando su convicción democrática. Es distinguido por otras universidades, entre las que se encuentran la Universidad de San Carlos en Guatemala (1951), la Universidad de Costa Rica (1951), la Universidad de Oklahoma en Estados Unidos (1951), Universidad Central de Venezuela (1958), Universidad de Los Andes en Venezuela (1958) y la Universidad del Zulia (1958). Fue nominado al Premio Nobel de Literatura y ganó el Premio Nacional de Literatura (1957-1958).

Vida política 

Comenzó su carrera política a muy temprana edad militando en oposición al dictador Juan Vicente Gómez. En 1937 Gallegos es elegido diputado y poco a poco abandonará la literatura para dedicarse a la política. Cuando el general López Contreras asume la presidencia, se inicia una era reformista en Venezuela y fue nombrado en 1936 Ministro de Educación en el gobierno de Contreras, pero sus esfuerzos para llevar a cabo una profunda reforma escolar fracasaron, y se le obligó a dimitir. En 1941 el partido democrático nacional Acción Democrática, del cual figura fundador, propone a Gallegos como presidente. En 1945 participó en el golpe militar que llevó al poder a Rómulo Betancourt como presidente provisional del país, y fue en las primeras elecciones libres de Venezuela de 1947 cuando es elegido presidente de la nación. Toma el cargo el 15 de febrero de 1948 pero en noviembre del mismo año el ejército se subleva en el Golpe de estado de 1948 bajo el mando de una junta militar encabezada por Carlos Delgado Chalbaud y lo destituyen de su cargo; muere así la experiencia democrática. Exiliado de nuevo, va a Cuba y a México en 1949, Rómulo Gallegos regresó a su país al ser liberado éste de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en 1958, pero ya no se dedicaría a la política. Vivió en Caracas hasta el día de su muerte, en 1969.


Obras

Novelas

El último Solar en 1921
La trepadora en 1925
Doña Bárbara en 1929
Cantaclaro en 1934
Canaima en 1935
Pobre negro en 1937
El forastero en 1942
Sobre la misma tierra en 1943
La brizna de paja en el viento en 1952
Una posición en la vida en 1954
El último patriota en 1957
Tierra bajo los pies en 1973

Cuentos

Sol de Antaño
La Liberación
Una aberración curiosa
Las Novias del Mendigo
El Último Patriota
Los Aventureros
Entre las ruinas
El apoyo
El milagro del año
Estrellas sobre el barranco
El cuento de carnaval
El análisis
Un caso clínico
La Esfinge
El piano viejo
Los Menganez
Una resolución enérgica
El cuarto de enfrente
El crepúsculo del Diablo
Alma Aborigen
El Paréntesis
La ciudad muerta
La encrucijada
Pataruco
Pegujal
La hora menguada
Marina
Paz en las alturas
Un Místico
La fruta del cercado ajeno
El Maestro
La Rebelión
Los Inmigrantes
Doña Barbara

Julio Garmendia - Biografia

Julio Garmendia fue un escritor, periodista y diplomatico venezolano, nacido el 9 de enero de 1898, en El Tocuyo, Lara, en la hacienda El Molino y fallecido el 8 de julio de 1977, en Caracas.



Fue hijo del Dr. Rafael Garmendia Rodríguez y de doña Celsa Murrieta.
A causa de la temprana muerte de su madre, vive sus primeros años bajo el cuidado de su abuela en Barquisimeto. Tras cursar el bachillerato, llega a Caracas con su padre en 1915. A los 17 años, comienza una intensa labor como periodista en el diario El Universal y en distintas revistas de su época, al tiempo que participa activamente en los círculos intelectuales de la ciudad. Fue uno de los alumnos fundadores del Colegio "La Salle". En 1909 publica un pequeño ensayo en el diario "El Eco Industrial". En 1914 cursa estudios en el Instituto de Comercio de Caracas, los cuales abandona poco tiempo después para trabajar como redactor en el Diario "El Universal". Se relaciona con integrantes de la llamada generación del 28. Como diplomático, trabajó en la Legación de Venezuela en París, luego fue Cónsul general en Génova, en Copenhague y Noruega desde 1923 hasta 1940.
En 1923 se traslada a Europa, y fija residencia en Roma, luego en París y más tarde en Génova. Allí ejerce el cargo de cónsul de Venezuela. Durante su estadía en esta ciudad, publica su primer libro, La tienda de muñecos, en 1927. La mayoría de los críticos coincide en atribuir a esta obra la inauguración del género fantástico en Venezuela; aunque reconocen que otros autores le preceden cronológicamente. De lo que no hay duda es que el libro representa una transgresión en la corriente literaria predominante en el país, que aún se encontraba muy apegada a las formas y temáticas propias del criollismo y modernismo. “La narrativa de Julio Garmendia es única en el Venezuela, logrando romper con el realismo y criollismo de la época en la que le toca desarrollarse, creando su propio perfil bajo la atmósfera de la ficción, lo fantástico, lo imaginario en donde predomina lo ingenuo, el profundo amor a la naturaleza y también el humor
Tras haber recorridos los países nórdicos, comienza a trabajar en lo que será su segundo libro, La tuna de oro, que no termina hasta 1961. En este texto el tono narrativo es mucho más oscuro, ayudado por el ambiente de la posteridad que presencia en sus viajes por Europa y que incide en sus lineamientos estéticos. La obra también retrata todos aquellos lugares asociados a su juventud en Venezuela. En 1973 obtuvo el Premio Nacional de Literatura en Venezuela, en 1976 le es otorgado la medalla Honor al Mérito. Don Julio Garmendia muere en Caracas el 9 de julio de 1977 a la edad de 79 años.


Algunas de sus obras fueron:
  • La tienda de muñecos (1927)
  • La tuna de oro (1961)
  • La hoja que no había caído(1986): en este volumen póstumo se recogen sus cuentos inéditos.
  • El médico de los muertos
  • Difunto yo
  • El Gato de los delgados
  • La Hija de la mafia
  • Manzanita